El cuerpo de mi madre

Duerme. Ausente,
lejana, como si estuviese lejos, en otro país al que no tengo acceso. La miro
desde mi altura de ochos años y pienso que ahora soy yo la fuerte, y que ya no
podrá golpearme más. La miro detenidamente. Contemplo el vaivén de su cuerpo
yacente, olvidado sobre el sofá y los pies, apenas cubiertos hasta la rodilla
por una pequeña manta. Observo su 
vientre bajar y subir, rítmicamente, una esfera de carne y sangre donde
un día estuve. No veo su cara. Su brazo blanco, fuerte, rodea su rostro
alejándose de la pobre luz que aún guarda el mediodía en el cuarto. Parece
muerta. O  una niña como yo,
encogida en su miedo.
Es en este
estado cuando mi madre recobra la humanidad que la vigilia le niega. Ahora
puedo verla en toda su grandeza y pequeñez, desmadejada. Acerco mi dedo, avanzo
despacio hasta su brazo y suavemente la toco, como si quisiera comprobar que
está viva, que es real y no está muerta y nunca pudiera volver a recobrar su
forma anterior. Esto me da una extraña seguridad y cierta tristeza.
Mi madre nunca
me esperó, ni a mí ni a ninguna de los cinco hermanos restantes. A partir del
tercero, no quiso más, eso nos contaba ella, entre risas y bajo nuestro ojos
llenos  de espanto. Pero el tiempo
ni las circunstancias le ayudaron, porque le siguieron viniendo hijos, uno tras
otro, creciéndole dentro de este vientre que sube y baja como una ola rezagada
en un mar en calma.
Mi madre, a
pesar de ello, lo intentaba, lo intentaba con toda sus fuerzas para que desapareciéramos,
para que dejáramos de crecer y saltaba de todas las sillas, y se golpeaba  con furia el vientre para sacarnos de
ella. Pero seguíamos ahí, más fuertes aún, más agarrados, si cabe.
Mi hermana
Dolores ruega todas las noches para que mi madre se muera.  Lo pide con una fe que yo no tengo, lo
pide todas las noches como una letanía. Dolores es rubia y guapa, de una
belleza fría y perfecta. La tez blanca, el cabello dorado ensortijado sobre la
frente como una princesa de cuentos. El labio superior levemente alzado, en un
deje mimoso, zalamero. Por la noche en la oscuridad del cuarto, dentro de la
cama siento su cuerpo tibio junto al mío. Sus ojos brillan como dos ascuas, aprieta
con rabia los labios  y musita como
una letanía “que se muera, que se muera esta noche y ya no esté mañana”. Yo
nunca pienso eso,  sólo deseo que
mi hermana no se orine  otra vez la
cama y me empape a mí y me despierte por la noche. Yo no rezo, sólo me voy a mis
sueño, por eso me voy a la cama antes que nadie.

En la oscuridad
imagino, otra vida, lejos de mi casa, con otra madre que es dulce y buena.  A veces, en sueños, puedo volar desde
la azotea de la casa. Comienzo corriendo por el alfeizar, los brazos abiertos
como un pájaro antes de lanzarme al aire y volar. Planeo como un pájaro sobre las
azoteas de la ciudad, me poso en los tejados, miro por las ventanas de los
patios, me elevo de nuevo y sorteo los cables de luz. Y vuelo, vuelo. Y nunca
siento vértigo ni miedo como ahora siento.
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