la tienda del viejo

Llueve,
cae una lluvia tenue y constante que sólo trae más calor. Vista así con sus
astas relucientes la ciudad parece un calidoscopio cambiante. El tiempo ha
construido edificios de tres y cuatro plantas donde antes había pequeñas
viviendas. En ocasiones descubres una pequeña casa con su postigo y su puerta
verde como resistiéndose al olvido de lo que un día fue esta ciudad africana.
Casandra pasea por la ciudad recordando cómo era entonces antes de que cayese
en mano de los especuladores de la época de bonanza.

Desde
un portal abierto una mano ennegrecida y sucia se asoma. Detrás de ella está un
hombrecillo acechando con  unos ojos
pequeños y tristes como ratones.

 Un cigarro, un cigarro- repite con un quejido
lastimero.

Casandra
se vuelve y ve la boca torcida, el gesto suplicante de Rivaldo.

– ¡ Casandra¡-  ¡no te había reconocido¡-  exclama sorprendido.

¡Pobre  Rivaldo. cuánto ha cambiado¡ Si no lo conociera
pensaría que es un vagabundo que ha pasado muchos  días en la calle. Tiene el aspecto avejentado
de quien ya no espera nada.

– ¿ Cómo
andas ? – le dice tendiéndole los cigarrillos.

– Bien,
bien, …-estoy fumando coca, pero sigo con la metadona.

– vaya-
le dice mirándolo- bueno…

Casandra
se aleja moviendo la cabeza en un gesto de reproche y de lástima.

  Pero voy a ir a la península a ver si me curan.-
le grita desde la puerta.

Casandra
alza la mano en señal  de saludo y
continua su paso sin mirar al hombre menudo de gesto constreñido. La buena
gente lo esquiva en las calles porque en su mirada hay siempre una petición,
una pregunta. A la gente le incomoda las preguntas, sobre todo cuando no sabe
las respuesta. Pero Rivaldo no se cansa y siempre tiende su mano y te pide unas
monedas y te cuenta que está enganchado, que está feo pedir, pero que no puede
hacer nada, y le das algo o pasas de largo y dices otro día.

 Casandra no recuerda cuántos años lleva
Rivaldo pidiendo en las calles con esa mirada lastimera de perro abandonado que
te obliga a mirarlo. Su padre era el viejo, como lo llamaban los niños, porque
tenía el pelo blanco y andaba arrastrando una pierna.

En aquella
aún no estaba asfaltada su calle y se formaban riachuelos donde los niños
jugaban a ver correr las piedras que el barranco arrastraba. En aquella época Rivaldo
era ya un chico apocado y parecía siempre asustado. Seguramente él sabía lo que
se decía de su padre, el viejo de la tienda. Todos los niños temían al «viejo»
porque contaban que en la trastienda tocaba a los niños que venían a comprar
chucherías.

La
tienda, la única dulcería del barrio era en aquella  época  un sitio de atracción y repulsión, un lugar
tenebroso y delicioso donde el placer de las golosinas se convertía en el miedo
de la manos que apresaban.

La
tienda ya ha desaparecido, en su lugar se han construido nuevos edificios, pero
Rivaldo sigue allí, en el portal, con la mano tendida. El viento ha abierto una
ventana a aquel oscuro y polvoriento recuerdo y Casandra no sabe cómo cerrarla.
Sólo sabe que tiene que marcharse, por eso acelera el paso  mientras repite en voz baja.

 Ojalá viejo, ojalá no descanses ni en los
infiernos. – y diciendo esto abre la puerta de su casa y se aleja del viento.

7 pensamientos sobre “la tienda del viejo”

  1. Así narrada esta historia, nos permite compartir los sentimientos de Casandra a medida que avanza en los recuerdos. El lugar “tenebroso y delicioso” , el miedo, esas manos que asquean. El viejo no descansará ni en los infiernos, por deseo de ella y de todos los que leemos este relato. Buen trabajo Querida Amiga. Mi abrazo guapa!

  2. ¿Casandra sentía una pena especial y cercana hacia Rivaldo porque en alguna ocasión ella fue a comprar golosinas a la tienda del Viejo de pelo blanco?

    Una historia muy bien contada; siempre es un muy entretenido leerte y aprender de ti.

    Un abrazo 🙂

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